Y vuelta a empezar. Cinco años después de que EE UU sacase a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo, cuando los Gobiernos de Barack Obama y de Raúl Castro iniciaron el deshielo y restablecieron relaciones diplomáticas, la Administración Trump vuelve a la casilla de salida e incluye a La Habana en su catálogo de países que no “cooperaron plenamente con los esfuerzos antiterroristas de EE UU en 2019”. Es el primer paso para que Cuba regrese a la famosa lista negra de “patrocinadores del terrorismo”, la de los mayores enemigos de Washington, en la que están Irán, Siria o Venezuela, y que implica diversas sanciones y restricciones. El asunto no coge por sorpresa al Gobierno cubano, que lo considera una “burla” y lo veía venir, pues desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca empezó a desmontar una a una la mayoría de las medidas normalizadoras adoptadas por su antecesor.
La última acción de Washington, mientras EE UU recupera el tono beligerante de los peores momentos de la Guerra Fría, ocurre en medio de la pandemia de coronavirus y cuando la isla reclama explicaciones a la Administración Trump por un tiroteo ocurrido la semana pasada contra su embajada en Washington. Ayer mismo, horas antes de que el Departamento de Estado notificara al Congreso de EE UU la inclusión de Cuba en el listado, en La Habana el ministro de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, acusaba a Washington de “silencio cómplice” por no haber dado explicaciones por el incidente armado, ni haber condenado lo que la isla considera un “ataque terrorista”.
“La decisión del Departamento de Estado de EE UU de incluir a Cuba en la lista de países que no cooperan en la lucha antiterrorista parece una burla cuando calla sobre un ataque con fusil de asalto contra la embajada de Cuba. ¿Quién le dio a EE UU el derecho a hacer estas politizadas listas?”, escribió de inmediato el ministro cubano de Comercio Exterior e Inversión Extranjera, Rodrigo Malmierca. En la misma línea se manifestaron otros funcionarios, que calificaron la decisión de “insultante”, “desafiante” y “aberrante”.
En esta ocasión, el argumento de Washington para el castigo es la decisión de La Habana de negarse a extraditar a Colombia a un grupo de guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que se encontraba negociando en Cuba un acuerdo de paz con el Gobierno de Bogotá, cuando se produjo un atentado con explosivos, en enero de 2019, contra una escuela de cadetes de la policía, que ocasionó la muerte de 22 personas. En ese momento, Cuba rechazó entregar a los negociadores alegando que ello violaba lo estipulado en los protocolos de la negociación y esta es la razón por la que EE UU asegura que Cuba “no está cooperando con el trabajo estadounidense en apoyo a los esfuerzos de Colombia orientados a lograr una paz justa y duradera, seguridad y oportunidades para su población”.
La Habana dice que el argumento es falaz y no tiene ni pies ni cabeza, pues considera que nadie ha hecho más que Cuba por la paz en Colombia al auspiciar y servir de sede durante años a las negociaciones entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y Bogotá, que desembocaron en los acuerdos de paz. Para el Gobierno de Miguel Díaz-Canel, la decisión estadounidense solo responde a un objetivo: seguir con la escalada de tensiones y sanciones con el propósito de empeorar las dificultades de la isla, cuando el país atraviesa una severa crisis económica agravada por la epidemia de coronavirus.
Ser incluido en la lista de países patrocinadores del terrorismo tiene una serie de implicaciones legales en cuanto a restricciones a las exportaciones y el comercio, que, en el caso de Cuba, afecta relativamente pues nada de lo que prohíbe es permitido por el resto de las sanciones que conforman la política de embargo estadounidense. No obstante, estar en esta lista negra sí permite a Washington incrementar la presión sobre el sistema financiero y perseguir con mayores armas las transacciones en dólares con Cuba, lo que en el pasado ha supuesto la imposición de multas multimillonarias a bancos europeos por operar con la isla. Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, dicha presión se ha incrementado notablemente, lo que ha dificultado de modo considerable a los empresarios extranjeros hacer negocios con Cuba, algo ya de por sí difícil debido a la frágil situación económica del país.
Fue el gobierno de Ronald Reagan (1980-1988), en momentos de máxima tensión con Cuba, el que metió a La Habana en la lista de patrocinadores del terrorismo por su apoyo a los movimientos armados en América Latina. Fue en 1982, y tuvieron que pasar 33 años para que Barack Obama desandará el camino, sacara a Cuba de la lista de marras e iniciara un proceso normalizador que supuso medidas flexibilizadoras para que los ciudadanos estadounidenses viajaran a la isla, la autorización de los cruceros de turismo y de los vuelos directos entre ambos países, entre otras medidas de apertura que poco a poco ha ido desmontando Trump. Desde 2017, la Casa Blanca ha incluido a Cuba en numerosas listas negras —por ejemplo, listas de hoteles en los que los ciudadanos norteamericanos no se pueden hospedar, o de tiendas en las que no pueden comprar—, además de permitir las demandas en tribunales norteamericanos contra empresa extranjeras que supuestamente trafican con bienes expropiados después de 1959, en virtud a la ley Helms-Burton, que la UE no acata por su carácter extraterritorial. Ahora, cuando el mundo lucha contra el coronavirus, Washington vuelve otra vez a los tiempos de Reagan.
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